El desayuno del vagabundo
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El autor de este libro escribe vivo y muerto. En el año 2000, a Gwyn le diagnosticaron una hepatitis C que lo condujo a una cirrosis terminal, la cual solo podía resolverse en trasplante o muerte. Pero incluso en el caso de la primera opción, otra persona –«un extraño»– debía morirse. Acaso este concepto, la muerte de un extraño, funcione como punto de vista de la narración. Sólo que ese otro es también él mismo.
Las consecuencias éticas y poéticas del trasplante quedan analizadas por el implacable poeta que es Gwyn y, al mismo tiempo, por el profesor y crítico que además es. Solo desde este desdoblamiento (que acaso tenga que ver con su oficio de traductor) podía afrontarse con éxito ese otro escalofriante desdoblamiento que propone el texto: el de una mirada póstuma sobre la propia vida. «Me he convertido en algún tipo de zombi», bromea, o no tanto, mientras cuenta cómo salvó el pellejo a última hora.
El autor aborda la teoría del dolor y sus límites, el mutismo que se aloja al final del cuerpo. Escrutando su propia posición literaria respecto a su dolencia, emprende un conmovedor intento de apresar una narrativa de la enfermedad, una especie de sintaxis del paciente. Gwyn pasó nueve años vagabundeando, hundido en el alcoholismo, aunque también en turbias epifanías. El presente libro relata esos años de viaje y adicción, o adicción al viaje; el tortuoso proceso de su enfermedad; su metamorfosis emocional; su casi milagrosa recuperación; y el problema de cómo escribirla. Con golpes de humor que alivian sin anestesiar, toca la vena de lo que todos somos en primer o segundo grado: sobrevivientes que hablan.